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Carmen Rodríguez [Datos del editor

Las urgencias de la Memoria Histórica

Por Emilio Silva Barrera, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica

En una cuneta en la comarca del Bierzo, junto a la exhumación de una fosa común, varias personas mayores hablan de lo que está ocurriendo allí mismo. Por la conversación se deduce que son hijos e hijas de personas desaparecidas por la represión franquista en aquella zona en la que no hubo una guerra, ni trincheras enfrentadas; solo una represión planificada y terrible hacia quienes habían tratado de conquistar derechos sociales dentro del proyecto de la Segunda República.

Una de las mujeres dice que cuando eran jóvenes no podían hablar de esas cosas. Mientras otra asiente con los ojos cerrados, subrayando ese dolor del no poder decir, otra de las mujeres añade que tiene a su padre en una fosa y que nunca ha hablado con su hermana de “estas cosas”. Han pasado décadas y entre dos hermanas ha reinado el silencio en torno al trágico asesinato de un padre. ¿Qué ha podido pasar en una sociedad para que el silencio haya dominado la vida de tanta gente impidiendo hasta la expresión del dolor?

El uso de la violencia política es una terrible forma de empoderamiento y el golpe de Estado del general Franco para apresar el poder estuvo acompañado de miles de asesinatos de civiles, de cuerpos abandonados en cunetas a la vista de todos, como una movilización de muertos habitando en los espacios de los vivos, sembrando y multiplicando el terror.

El miedo, el pánico, la imposibilidad de nombrar lo ocurrido, lo sufrido, es una de las causas principales por las que las víctimas de la dictadura han necesitado décadas de democracia para poder contar lo que sufrieron, lo que otros les hicieron. La apertura de esa posibilidad de hablar, el inicio de esa conversación comenzó a cambiar las cosas: los nombres señalaron las fosas y en el año 2000, un movimiento protagonizado fundamentalmente por nietos que renunciaron a la herencia del miedo, inició una búsqueda de justicia para el pasado.

El silencio es el candado de la impunidad, es el trofeo del perpetrador, la garantía que establece y restablece sus privilegios, la apisonadora que alarga el horizonte de su irresponsabilidad. Durante muchos años la democracia dejó vivir al silencio, lo alimentó con la Ley de Amnistía, vaciando los libros de texto de la historia de esa represión, llenando el Congreso de los Diputados de ausencia de políticas de memoria, fingiendo que las víctimas habían aceptado en la transición renunciar a sus derechos, abandonar los cadáveres de sus seres queridos, seguir escondiendo parte de sus biografías convertidas en brazos fantasma.

Las élites que imponen un modelo de sociedad mediante la violencia tratan de enterrar sus crímenes, tratan de convencer a la sociedad de que no ocurrieron y de imponer a quienes los padecieron un comportamiento que ayude a parecer que nunca sucedieron. Pero las sociedades son complejas, y las élites no están dispuestas a construir y reconstruir una sociedad con sus manos y necesitan la fuerza de los otros, la existencia de los otros, de los que recuerdan, de los que sufrieron, de los que no colaboraron.

En las últimas décadas, arrastrado por el poder simbólico de las fosas, por el regreso de las personas desaparecidas, por la vergüenza democrática de haber abandonado miles de cuerpos de personas que construyeron con sus manos urnas para que votaran con sufragio universal hombres y mujeres, la política ha tenido que atender a ese pasado incrustado dolorosamente en este presente.

Una democracia no puede tener desaparecidos en sus cunetas, no puede esconder el dolor de miles de familias vigiladas y castigadas por los represores, no debe dar a los perpetradores el beneficio del silencio, de la ignorancia, de la falta de debate público, de la ocultación en los libros de texto a la nueva ciudadanía de cuál fue el verdadero pasado reciente de su país; formas de tolerancia y encubrimiento de quienes por haber cometido terribles crímenes contra la humanidad deberían haberse sentado en el banquillo de los culpables frente a un juez y haber asumido responsabilidades penales por sus hechos atroces.

Pero las élites del franquismo en España han mantenido su enorme poder en la democracia, distribuido en diferentes ámbitos políticos, culturales, económicos, mediáticos o académicos. Su ley del silencio ha sido una norma invisible durante décadas y cuando las denuncias por los desaparecidos hicieron menos útil el silencio esgrimieron la Ley de Amnistía, aprobada en 1977 y relatada a la sociedad como una conquista de los opositores a la dictadura cuando fue un blindaje para los verdugos.

Pocos testigos quedan de los años duros de la represión, pocas personas vivas capaces de señalar un espacio en un cuneta, en un camino o en un sembrado donde se enterraron cuerpos humanos de personas asesinados en nombre del Dios, el orden y la salvación de España. La memoria se agota, se evapora y es la única forma de combatir todas las estrategias del opresor, que en la transición quemó toneladas de documentos para borrar pruebas, para desvincularse, para que luego el imperio se alargara hasta el último suspiro del último testigo.

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